Fue entonces que Canalizo volvió a escucharme sonriendo de lado mientras yo, con los ojos inyectados, con calor en las orejas, le rogaba me diera más olores para mi televisión. Ya no importaba lo que viéramos, le dije, sino el deseo, el miedo, la tranqulidad que pudiéramos inhalar. Canalizo se tomó la parte trasera del oído y se exprimió algo que después olió. No hizo gesto alguno. Sólo murmuró:
—Y tú que creías que eso era la verdad.
—¿Qué? —le respondí mientras le tomaba el cuello entre mis manos.
Y me dio lo que restaba de fermomonas, destiladas de una tanga de La Rimel, adrenalina, y sus seis tipos de olores. Pasé el resto de la semana enganchado a la televisión hasta que comenzó a perder su efecto. Los olores ya no nos sorprendían. La Rimel bostezaba y prefería dormir. Yo mismo ya no sentía el golpe del olor inicial, se había convertido en una atmósfera de la recámara que flotaba, inepta, por el aire. Viendo a La Rimel dormida le llamé a Canalizo.
—No puedo aumentar las dosis. Atraerían a los insectos, ¿recuerdas? Lo que puedes probar es infringirte dolor. Pídele a tu mujer que te martille un pie. El dolor aumenta la percepción del olor. Dolor, olor. Por algo tienen que rimar.
Y lo hicimos, por supuesto. Ella me cortó un muslo y yo le quemé la punta del meñique. El efecto era inmediato pero duraba poco. La intensidad se recobraba tan sólo para ceder al dolor necio de nuestras heridas. Con moretones, cortadas, quemadas, La Rimel y yo nos dimos por vencidos. Apagamos la televisión.
Esa noche mi mujer y yo nos vimos obligados a hablar. Y sucedió lo que siempre ocurre cuando alguien recuerda lo que he dicho antes, sin querer, sin esperar la consagración. La Rimel recordó: “¿Pero no fuiste tú el que dijo que amar era pensar que alguien es más importante que ver la televisión?” Cerró la maleta y me abandonó.
Me gusta masturbarme oliéndome las axilas. El olor a sudor me excita. Sexo seguro y oloroso. Sobre todo cuando estoy caliente por las noches y Luisa anda por ahí buscando los pesos. Aunque ya no es igual. Con cuarenta y cinco años se me reduce la libido. Tengo menos semen. Apenas un chorrito una vez al día. Comienzo el climaterio: menos deseo, menos semen, glándulas más lentas. De todos modos, las mujeres siguen revoloteando a mi alrededor. Ahora creo que tengo más espíritu. Jajá, yo con más espíritu. No voy a decir que estoy más cerca de Dios. Ésa es una hermosa frase, bien pedante: “Oh, estoy más cerca de Dios”. No. Para nada. Dios me da señales a veces. Y yo sigo intentando. Eso es todo.
El empleo de la boca como órgano sexual se considera una perversión cuando los labios o la lengua de una persona entran en contacto con los genitales de la otra, y no, en cambio, cuando ambas mucosas labiales tocan una con otra. El que abomina de estas prácticas, usadas quizá desde los más primitivos tiempos de la humanidad, considerándolas como perversiones, obedece a una sensación de repugnancia que le protege de la aceptación del fin sexual.